
En Oaxaca, allá donde los caminos no están en los mapas, la revolución no llega con rifles ni discursos de salón. Llega en forma de semilla, de planta regalada, de cafetal renovado con manos callosas y esperanzas viejas.
Ocurre sin aspavientos, como crecen los frijoles después de una buena lluvia, en silencio, pero con tozuda dignidad.
Allá, en Oaxaca, el campo no es una cifra en los informes, sino una casa sin muros. La tierra se trabaja con fe y machete, con memoria y paciencia. Hay quienes aprendieron a sembrar antes que a leer, y no por ignorancia, sino porque la tierra también enseña. Enseña a esperar el temporal, a leer el cielo, a cuidar los árboles que dan sombra al café. Enseña, sobre todo, que la riqueza no se mide en PIB, en toneladas exportadas, sino en huevos al comal, quelites, tortillas calientes y café humeante al amanecer.
En esos rincones donde la modernidad no impuso su arrogancia, los cafetales vuelven a levantarse. Los cafetales. No la utopía. Hay nuevas plantas, de esas que no sólo prometen aroma, sino también precio justo. Ya no se trata de vender a granel, de entregar el alma del campo al mejor postor. Ahora los productores saben que su café es especial, que no es menos que el colombiano ni que el etíope. Lo saben porque hay catadores que han venido de lejos a decirles esto vale, y vale bien.
Y no es que todo esté resuelto. La broca y la roya siguen acechando, como esas heridas viejas que arden cuando llueve. Pero ahora hay apoyo para enfrentarlas. Y no como antes, cuando las promesas bajaban del gobierno como el polvo, mucho ruido, poca agua. Hoy hay brigadas, técnicos, plantas, secadores solares y caminos hacia la comercialización justa. No para todos, todavía. Pero para muchos más que antes.
En este nuevo tiempo del campo, también se reconoce el valor de las mujeres que siembran. Una de ellas, joven, bajó de su montaña con un lote pequeño de café. Lo vendió a un precio que nunca imaginó. Lloró dicen, sí. Pero no de tristeza. Lloró porque en sus manos llevaba el fruto de toda su historia, de su comunidad, de sus muertos. Lloró porque el campo, por fin, le devolvía algo más que cansancio.
Allá, entre cafetales y milpas, la modernidad llega a caballo, no en helicóptero. Llega en forma de créditos reales, no de préstamos imposibles. Llega con una ruta turística que no degrada, sino que dicen que respeta la montaña y su gente. Llega con un modelo de producción que, por primera vez, no exige renunciar a las lenguas ni a los árboles.
Porque el campo no está dormido. Está despierto, arando, sembrando, recolectando. Está diciendo al país —como quien habla con voz baja, pero firme— que no quiere caridad, sino herramientas. Que no necesita discursos, sino caminos transitables. Que no pide un favor, exige justicia.
Y mientras los reflectores se concentran en los centros de poder, el verdadero milagro crece en las sombras de los cafetales oaxaqueños. Es allí, en la raíz del surco, donde se está gestando la otra revolución. Una que no lleva pancartas, pero sí machete al cinto y mirada de quien ha visto muchas sequías.
Una revolución que huele a tierra mojada, a hoja de plátano, a café tostado. Una revolución que no se grita, se cosecha.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx