Desde las alturas oxidadas de los puentes peatonales de Oaxaca de Juárez, la ciudad parece una cicatriz abierta. Un dolor continuo de concreto y cables, donde el progreso huele a abandono y el tránsito no se detiene ni para mirar los cuerpos que caen. Oaxaca tiene puentes, sí, pero no son caminos hacia la vida. Son trampas, son ruinas aéreas. Son suicidios colgando de la modernidad mal diseñada.
Amalia—así la nombraremos, con el mismo respeto con que se recuerda a los fantasmas— se asomó una tarde desde el puente peatonal del Periférico. No cruzó. Solo miró. Abajo, el rugido mecánico de los camiones devoraba la calle. A su lado, un cable de alta tensión zumbaba como un insecto eléctrico. Amalia tomó una fotografía. El sol caía. El puente crujía. El miedo era parte del paisaje.
La imagen congeló el abandono de un basurero elevado, con barandales flojos, grafitis que no dicen nada, y escaleras donde se acumulan hojas, botellas y orina. El metal carcomido por el óxido, el cemento que ya no promete sostener cuerpos sino ceder ante ellos. Puentes que no conectan, sino separan. Monumentos al fracaso urbano.
En el crucero de Cinco Señores, donde convergen miles de pasos al día, no hay puente. Hay prisa, riesgo, caos. Los autos, como toros liberados, embisten sin freno. Allí murieron madre e hija, de San Antonio de la Cal, aplastadas bajo las ruedas de un tráiler ciego. Fue en Símbolos Patrios, frente al centro comercial donde se venden pantallas planas y despensas en oferta. Ellas solo intentaban cruzar la calle.
Rodrigo Martínez, un líder vecinal de nombre nuevo, pero convicción intacta, gritó en vano frente a las cámaras: “¡Un puente, carajo! ¡Un puente para los vivos!”. Y nadie le escuchó. Mariano, otro guerrero urbano, recordó que el puente elevado de Cinco Señores prometía pasos seguros, pero dejó a los peatones peor que antes, atrapados entre topes inútiles y baches como trampas. “A nosotros nos dijeron que no habría problema”, repite, como si la mentira aún resonara en sus oídos.
Los puentes de la ciudad —más de una docena— son ruinas del siglo XXI. No solo no sirven, lastiman. Quien los sube, lo hace por desesperación, por ilusión de seguridad o, en los casos más sombríos, por un deseo de no bajar nunca. Un salto y el fin. A veces, la decisión final ni siquiera es propia, los cables eléctricos que pasan a centímetros del paso peatonal pueden matar sin aviso. Tocan y fulminan.
En Oaxaca, los puentes no son puentes. Son advertencias. El lenguaje urbano se distorsiona, paso peatonal significa riesgo de muerte, infraestructura equivale a trampa visual, movilidad se traduce en abandono planificado. Y los cables, esos cables, son las serpientes silenciosas de esta jungla de cemento. Cruzan por encima como si vigilasen. Como si esperaran.
Caminar sobre un puente oaxaqueño es como pasear por el borde de un acantilado eléctrico. Es mirar hacia abajo y ver, no el suelo, sino la posibilidad del final. A menudo, la elección de cruzar se hace con el cuerpo encogido, el corazón latiendo fuerte, el alma deseando volar… o desaparecer.
Los líderes —gobierno, funcionarios, técnicos— ofrecen soluciones sin alma. Dicen “se revisará”, “hay un proyecto”, “ya se está gestionando”. Pero mientras hablan, una anciana tropieza en Santa Rosa, un joven corre entre los coches en el Fortín, una niña se aferra a la mano de su madre en Símbolos Patrios, sabiendo que no todas llegan al otro lado.
La ciudad no escucha. Pero los puentes sí. Ellos han visto todo. Desde sus entrañas rotas han presenciado la transformación de Oaxaca en una urbe disonante, donde los peatones son estorbos y los autos tienen la última palabra.
Dicen que una noche, cuando el viento soplaba fuerte y nadie cruzaba, los puentes hablaron entre ellos. Se quejaron de sus huesos herrumbrosos, del peso de la indiferencia, de las vidas que caen como hojas secas. Uno de ellos, el de Santa Rosa, propuso lanzarse él mismo al vacío para hacerse escuchar. Pero otro, más adelantito, el que va al Cerro al Fortín, dijo que aún tenía esperanza, a pesar de ser del PRI.
“Un día,” murmuró entre chispas, “una niña cruzará sonriendo, sin miedo, y su risa sanará mis grietas.”
Y en esa ciudad imaginada, con banquetas amplias, árboles, puentes limpios y cables subterráneos, los peatones caminarán sin mirar atrás.
Por ahora, la Oaxaca real sigue siendo una ciudad de puentes que no cruzan. Una ciudad donde caminar es resistir, y donde una fotografía de Amalia puede ser el único puente entre la verdad y el olvido.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx