Calabacitas criollas en el desayuno

Una fondita en Oaxaca siempre tiene algo más que comida. Tiene historia. Tiene herencia. Tiene, si se sabe escuchar, una filosofía entera servida en cazuelas de barro, con vapor de epazote flotando como incienso sobre los comales.

Fue allí, junto al IMSS, donde una mañana cualquiera se volvió significativa, bajo el pretexto mínimo de desayunar unas quesadillas con flor de calabaza, salsa de huevo, café de olla, y pan recién horneado. Nada era extraordinario, salvo la forma en que todo se conjugaba.

El reportero —ese que siempre llega un poco antes de la noticia o un poco después del milagro— se sentó con el biólogo Mario Javier, quien venía con los ojos brillantes y la libreta llena. Hablaba de calabacitas, sí, pero no como lo haría un técnico o un burócrata agrícola. Hablaba con el fervor de quien ha visto brotar algo más que hojas, una posibilidad.

Fue entonces cuando entró la voz de la cocinera, esa que no necesita permiso para intervenir porque está en su territorio, entre los sartenes, los ayocotes que hierven desde el alba, y el olor a masa que sube como oración. Ella dijo:

—¿A poco no sabían? Con las calabacitas se pueden hacer unas veinte recetas, fácil. En caldo, con carne de puerco, rellenas, capeadas, con huevo, en crema, con chilito de molcajete, deshidratadas para el tiempo del agua. Son nobles. Como la gente de antes.

La palabra “nobles” se quedó flotando, como si acabara de designar una orden caballeresca a esa hortaliza verde, de piel brillante y carne tierna.

Mario Javier, aún con el tenedor suspendido en el aire, sonrió. Le gustaba que la gente hiciera eco de sus ideas sin saberlo.

—Es que eso mismo he estado pensando. Tenemos que volver a mirarlas como lo que son, una bendición. No sólo por el sabor o lo que aportan a la comida. También por su historia, por el trabajo que hay detrás. Por el futuro que pueden dar si se siembran bien.

Y fue así como empezó a contar. Dijo que una vez, en Tuxtepec, asistió a una conferencia de un investigador cuyo nombre no recordó, pero cuyas cifras le cambiaron la visión del mundo.

Las calabacitas, dijo aquel hombre, podían rendir no 18 sino hasta 35 toneladas por hectárea, si se usaban variedades híbridas y un sistema de fertirrigación con riego por goteo. No era sólo una cuestión de productividad, era una batalla contra plagas, virus, enfermedades, agroquímicos. Contra la resignación.

—La Mixteca, por ejemplo, siempre fue rica en calabacitas, pero por años se usó una variedad que ya no da más. Le llaman Zucchini Gray. Bonita, sí, pero frágil. Lo peor es que por querer salvarla, los campesinos se cargaban el monte con pesticidas. Y todo para sacar la mitad de lo que ahora pueden sacar con híbridos como Terminator, Cuarzo, Amatista, Linda. Hasta los nombres tienen algo poético, ¿no? —dijo, mientras la cuchara recogía un poco de salsa martajada.

El reportero anotaba, pero más que escribir, dejaba que las frases hicieran raíz.

—Además —continuó el biólogo— se ahorra agua. Hasta 35 por ciento. Y se reducen los químicos. Eso quiere decir que los jornaleros se enferman menos. Que hay menos veneno en la tierra. Que la calabacita que usted se come está más limpia. ¿Cómo no va a ser importante?

La cocinera, que ya estaba sirviendo otra ronda de café, asentía con la cabeza, sin interrumpir. Para ella, esa información no era novedad, sino confirmación de lo que siempre supo en la piel, que hay alimentos que no sólo llenan el estómago, sino que alimentan la esperanza.

Y entonces ocurrió algo inusual, la fondita se volvió una especie de ágora. Un comensal al fondo dijo que en su pueblo ya estaban sembrando esas nuevas variedades. Otro, que su hermana vendía calabacitas en el mercado y notaba que las más brillantes se iban más rápido. Un joven, de paso por Oaxaca, confesó que nunca le había gustado esa verdura… hasta que probó unas tortitas con queso istmeño.

Fue un desayuno largo. Lleno no sólo de comida, sino de palabras, de ideas, de visiones cruzadas. El biólogo hablaba de ciclos agrícolas como quien recita versos. El reportero pensaba que todo eso debía escribirse, pero no como una nota técnica, sino como un canto menor al mundo vegetal.

Y ahí estaba la calabacita, centro de todo. Humilde, sin aspavientos. Una metáfora comestible. Verde como la esperanza, frágil como la tierra. Y, sin embargo, capaz de sobrevivir a las plagas, al olvido, a la costumbre de despreciarla.

Al salir de la fondita, el sol ya rebotaba sobre los adoquines del centro. El reportero se detuvo un momento frente a un puesto donde vendían flores, queso fresco y, cómo no, calabacitas. Tomó una en la mano. Era pequeña, firme, perfecta. Calabacitas criollas.

Pensó entonces en esa palabra que había dicho la cocinera “nobles”. Y comprendió que quizás la crónica de este país no se escribe sólo con discursos o tragedias, sino con los relatos invisibles que caben en un desayuno. Con lo que se siembra. Con lo que se cosecha. Con lo que se cocina, se come, y se comparte.

Porque hay mañanas en Oaxaca en que todo empieza con una quesadilla. Y termina con una revolución silenciosa que brota desde la tierra.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx