Oaxaca, 18 de julio de 2025.- Ese día, los relojes parecían palpitar con más calma, como si la ciudad se hubiese puesto en pausa a la espera de algo que no era nuevo, pero tampoco era igual. Sobre una grada de cantera, en la vieja y abierta Plaza de la Danza, donde el sol baña de ritual las piedras frente a los templos y el eco de las palomas roza la memoria, se detuvo un hombre que parecía tallado en otro siglo.
No se sentó en la grada —eso sería demasiado común— sino sobre el muro de contención, en la calle de Morelos, como quien aún lleva el alma calzada de estribo. Era el Capitán Alonso de la Vega. Su jubón deslucido hacía pliegues como heridas viejas. El guante de cuero pendía de su mano izquierda, sin rigidez ni gloria, apenas como residuo de autoridad. Las botas, manchadas del lodo reciente, fueron limpiadas por él mismo con una tela que alguna vez fue parte de una bandera.
A un costado, una espada recta, oxidada, pero digna. No decorativa. Tampoco ceremonial. Testigo.
Observaba sin urgencia el perfil de la Iglesia de Nuestra Señora de La Soledad, como quien espera que Dios le conteste una carta que lleva siglos escrita. A su izquierda, la escuela de Bellas Artes de la Universidad, menos severa, menos muda, donde alguna vez creyó que se enseñaba la belleza como se enseña la obediencia. Frente a él, el rumor del Jardín Sócrates, que no vende doctrina, sino nieves en copas de fantasía —algunas con mezcal, otras con fruta. ¿Quién hubiera pensado que el hielo podía tener sabor a reconciliación?
Alonso no hablaba. Sus gestos eran breves, como si las manos ya no quisieran más guerra. Pero su mirada aún llevaba estocadas. Escudriñaba la cantera del suelo como si allí hubiera mapas ocultos. Observaba los relieves de los muros y el vuelo de las palomas como si fueran señales.
Desde lejos, se escuchaba un tambor. Uno, dos golpes secos.
No era marcha militar.
Era ritmo. Era cuerpo. Era tierra.
Y él lo reconocía… sin reconocerlo del todo.
Suspiró.
“Dicen que aquí bailan.
Dicen que lo repiten cada año.
Yo digo que lo repiten porque no lo han olvidado.
Y eso, Majestad, eso es más temible que un ejército.”
Aún no comenzaba el Bani. Pero él ya lo está viviendo.
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En la cima de la tarde, cuando el sol parecía detenerse un instante sobre el Cerro del Fortín, algo comenzó a resonar en el aire de Oaxaca. Desde la Plaza de la Danza, aún en calma, el Capitán Alonso de la Vega alzó la vista no hacia el cielo, sino hacia el sonido. Era un tambor, al principio leve, luego firme. No militar, no clerical. Era tierra hablándose a sí misma. Ya estaba en el palco C del auditorio, a la izquierda, atrás del palco central.
Entonces lo vio. No un desfile, no una procesión. Una evocación.
Una mujer se deslizó por el escenario con movimientos que no eran danzas europeas. Eran giros con memoria. Plumas, listones, máscaras de Dioses que no se arrodillan. La virgen zapoteca caminaba con el cuello erguido, como si supiera que su cuerpo ya era altar.
El capitán, con el jubón ajustado por el tiempo, se inclinó hacia el borde de la grada. Apretó el guante contra la rodilla. La boca entreabierta.
Y comenzó a hablar, como quien escribe con la voz.
“Excelentísima Corona…
Le escribo no desde la campaña, sino desde el asombro. Ya no hay guerra, sólo historia. Y en Oaxaca —en esta tierra que una vez me recibió con cuchillos ocultos y ojos altivos— se ha comenzado un rito que no busca redención, sino recuerdo.
Le llaman Bani Stui Gulal. Dicen que significa repetición de lo antiguo. Pero lo que vi esta tarde es transformador.
Una doncella se ofreció como tributo. No hubo altar cristiano. No hubo sacerdote romano. Fue otra cosa. Una danza donde la virgen se sabe elegida por destino.
Y yo, que alguna vez creí que conquistar era borrar, he aprendido que esta gente —este pueblo de piedra y fuego— solo deja que se borre aquello que ellos decidan olvidar.
El tambor sigue.
Los niños danzan en círculos, como si el tiempo les obedeciera.
Las mujeres ofrecen semillas como si fuesen coronas.
Yo vine armado. Ellos vienen con copal.
Yo grité mandamientos. Ellos susurran genealogías.
Y mientras la música se alza con ese sabor que me recuerda vagamente a los cantares de mi aldea —pero con más carne, más barro, más tambor— pienso, Majestad, si realmente describí Oaxaca alguna vez… o si ahora, por fin, la estoy empezando a entender.
No he pedido permiso para escribir. Ya no sé si la pluma me pertenece.
Pero aquí estoy, rodeado de un pueblo que baila lo que nosotros jamás supimos leer.”
El capitán calló. El tambor siguió. La danza se tornó más profunda, más ceremonial.
Y él, sin decirlo, parecía ya no escribir para la Corona… sino para el tiempo.
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En algún momento, la música dejó de ser sólo fondo. Era una mezcla de coros antiguos, tambores que recordaban a la sangre, flautas que parecían invocar niebla. El Capitán Alonso de la Vega no pestañeó, como si temiera que incluso el parpadeo lo hiciera perder el sentido del rito.
La escena cambió ante sus ojos. Ahora no danzaba la virgen sola, sino el pueblo entero, como si el recuerdo prehispánico se hubiera materializado sin permiso de ningún calendario. Y lo que el capitán observaba no era una recreación, sino una aparición.
Y volvió a hablar. No con fuerza, sino con una respiración que temblaba entre frases.
“Majestad…
Oí que este pueblo ofrecía a su diosa los frutos de la tierra.
Y pensé: nosotros exigimos diezmos, ellos regalan flor y maíz sin contar.
Vi a sacerdotes que no llevan cruz, sino penacho.
Vi a vírgenes que no se arrodillan, sino que giran al centro de la danza con una dignidad que quiebra cualquier dogma.
Las danzas forman círculos. Cuatro.
En el centro, los ancianos. Luego las mujeres. Después los hombres. Al final, los niños.
El tiempo gira con ellos. ¿Dónde están nuestras jerarquías ahora?
Y cuando la virgen fue elegida, no lloró. Se ofreció.
Le pintaron el rostro con dos colores. La frente de rojo. Las mejillas. El mentón, de amarillo.
Casi como nosotros… pero más sagrado.
Le dieron bastón, medalla, corona.
No como premio. Como promesa.
El pueblo veló por ella.
Ocho días.
Danza a los cuatro vientos.
Ofrenda de obsidiana.
El corazón fue entregado al sol… y el sol apareció justo en ese momento.
Majestad: ¿Nosotros los matábamos? Ellos los elevan.”
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El Capitán se pasó la mano por la barba. Cerró los ojos, como si el recuerdo lo abrumara. Abrió lentamente los labios, pero ya no habló. La música seguía. La virgen —esa que fue sacrificada— se había convertido en símbolo. Nadie aplaudía. Nadie lloraba. Todos seguían danzando.
Las campanas de La Soledad resonaron en la distancia.
Alguien encendió copal.
El capitán lo olió… y recordó el incienso de Burgos.
Pero allí, bajo el cielo de Oaxaca, el incienso no pedía perdón.
Pedía que no se olvidara.
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La escena virreinal emergía como el pliegue de una página que se resiste a pasar. Desde su grada, el Capitán Alonso de la Vega contemplaba sin prisa cómo lo sagrado y lo sublevado se entremezclaban en un teatro con velaria donde ni el cielo parecía dueño. La música había cambiado. Ya no eran flautas antiguas ni tambores prehispánicos. Ahora se deslizaban coros eclesiásticos, estandartes, túnicas. Pero algo vibraba bajo los ornamentos —una raíz que no se rendía.
Los templos, visibles desde su sitio, no eran decorado, eran testigos. La Iglesia del Carmen Alto, construida sobre lo que alguna vez fue el teocali de Centéotl, parecía observarlo también. Y en su esquina, el viento llevaba aroma de azucenas y copal, como si las ofrendas de antes no hubiesen cesado… sólo cambiado de forma.
A su lado, un niño encendía una vela mientras su abuela le hablaba en zapoteco. Él no comprendía las palabras. Pero comprendía el tono. La transmisión oral, el secreto compartido, la luz en la oscuridad.
Y entonces, Alonso habló de nuevo. No como quien redacta una misiva, sino como quien respira verdad.
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“Majestad…
Juramos haber desterrado la idolatría. Quemamos códices. Derribamos templos.
Y, sin embargo, aquí están. No en guerra. No en protesta. Sino en devoción.
La Virgen del Carmen ha reemplazado a la diosa del maíz.
Pero el fervor… ese no es nuestro.
Caminan con palios. Tocan campanas.
Pero hay un brillo en los ojos que no teme el juicio —porque no lo reconoce.
Las mujeres de cofradía se cubren la cabeza, como las vírgenes antiguas.
Los acólitos sacuden sus campanillas como si fueran caracoles sagrados.
Y yo no sé si es Corpus Christi o es Xilonen disfrazada.
Escucho el Stabat Mater.
Lo atribuyen a Juan Matías, ‘el indio sublime’.
Y yo me pregunto si el canto ha sido bautizado… o simplemente tolerado.
Hay marmotas, gigantes, enanos, chirimías.
Bailan en la plaza como si la cruz y la piedra hubiesen firmado una tregua.
Yo vine con cruz y espada.
Pero ellos me vencen con mezcal y copal.”
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Suspiró. Esta vez, un suspiro más largo. Como quien no sabe si llorar o confesar.
Frente a él, danzaban los zancudos de Zaachila. Elevaban sus cuerpos con pasos ágiles, altos, desafiantes. Y la plaza entera parecía un altar sin jerarquía.
El capitán no aplaudía. No se movía.
Solo palpitaba con la piedra. Observaba a los hombres y mujeres del palco central.
Ya no escribía para la Corona.
Tal vez lo hacía para que el tiempo lo absuelva.
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La danza había cambiado otra vez. El tambor parecía ceder espacio a las notas más dulces, como si el pueblo se permitiera suspirar, tras siglos de resistencia. El Capitán Alonso de la Vega se mantenía en su grada de piedra, sin girar la cabeza, pero atento a cada gesto, a cada voz que llegaba desde las bocinas colgadas. La música tenía algo familiar, pero trastocado. El aire le traía aroma de cacao, de hierba, de algo que no era Castilla ni Cruzada, sino una mezcla imposible de nombrar.
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Y entonces, la escena del México Independiente se desplegó ante él como un mantel festivo. Ni virgen ni diosa presidía ahora la celebración, sino el pueblo mismo, con sus vestidos nuevos y sus deseos viejos. Un desfile sin estandartes, sin cañones, sin himnos. Familias enteras subían al cerro con comida, con rebozos almidonados, con palmas para dar sombra y nardos para dar ternura.
Las mujeres lucían encajes blancos y mascadas de seda como si la libertad recién adquirida tuviera que ver con la estética. Los hombres llevaban sombreros cónicos y redondos, y aunque algunos aún presumían heridas de campaña, las mostraban más como anécdota que como orgullo.
El capitán, ahora sí, se permitió una sonrisa. Minúscula. Lateral. Casi golpea de emoción, con el guante de cuero, al periodista que estaba a su derecha. Volvió a sonreír. Como quien recuerda que alguna vez también estrenó bota los domingos.
Y volvió a hablar. Sin solemnidad, sin rabia. Casi como quien susurra una confesión a su sombra. Creyó que nadie lo escuchaba.
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“Majestad…
A este México que ya no nos necesita, vengo solo como testigo.
No hay procesiones hoy, sino paseos.
No hay mandamientos, sino refranes.
Los charros saludan con ceremonia y las chinas oaxaqueñas brillan con encajes que parecen más antiguos que nuestra bandera.
Comen tamales de hoja, atole espeso, chocolate con espuma.
Se entregan ofrendas de nieve —con sabores que nunca aprendimos a nombrar.
Y cuando llueve, no corren por miedo.
Corren por costumbre. Porque en los lunes del cerro, hasta Tláloc tiene cita.
Yo no fui llamado a esta independencia.
Pero la observo, la respeto… y la envidio un poco.
Porque, Majestad, hoy no hay conquista ni conversión.
Sólo hay pueblos. Y eso, incluso nosotros, no lo supimos fundar.”
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En ese instante, allá afuera, la lluvia comenzó. Leve. Acorde. Los vestidos se mojaban. Los perfumes se mezclaban. Y el capitán, que en otros tiempos habría corrido a proteger su caballo y su espada, se quedó quieto. Cerró los ojos. Respiró la brisa del agua. Sintió que, por primera vez, no estaba ahí para narrar victorias… sino para presenciar la permanencia.
Allá abajo, la Plaza de la Danza seguía viva, como siempre.
El cerro del Fortín seguía alto, como nunca.
Y el capitán ya no parecía tan alto.
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El cielo comenzaba a oscurecer, pero no por la falta de luz, sino porque la danza alcanzaba su punto más profundo. En el Cerro del Fortín, desde su asiento distante, el Capitán Alonso de la Vega veía ahora un presente que no se parecía a ningún pasado. La música había evolucionado. No era jarabe de salón ni canto litúrgico. Era un pulso contemporáneo que —en vez de romper la historia— la tejía.
En escena no sólo estaban las ocho regiones de Oaxaca, estaban también los nombres, los rostros, los gestos de quienes aún bailaban, aunque ya no les tocara. La fiesta no era folklor, era comunión.
El capitán, con los nudillos apoyados en sus muslos, había dejado de escribir. Ahora escuchaba.
El poema Yo Soy Oaxaca comenzaba. Y no era sólo voz. Era eco.
Una mujer, desde el centro del escenario, declamaba como quien exorciza y bendice al mismo tiempo:
“Yo soy Oaxaca
en la presencia de sus ocho regiones,
en sus trajes de vértigo y de colorido…”
Alonso tragó saliva. En otro tiempo, habría ordenado a sus tropas guardar silencio. Hoy, solo se permitió respirar.
La canción hablaba de palmeras, de mezcal, de chapulines. Hablaba de barro, de plumas, de niñas que bailan en la Sierra Sur. Hablaba de los pueblos que él creyó desorganizados, de lenguas que entonces no quiso aprender, de mapas que no supo leer.
“Soy el hombre de Oaxaca —
el que suda en el trabajo un agua de esperanza…”
Ahí estaba. La voz masculina. Un danzante con penacho, sin armadura. Despejando el suelo como si borrara las batallas y sembrara historia.
El capitán cerró los ojos.
No por cansancio, sino por respeto.
Estaba siendo testigo de una ceremonia que no lo necesitaba, pero que lo recibía sin odio.
Y eso, quizás, era la forma más poderosa de derrota.
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La música terminó, y el silencio fue más hondo que cualquier canto gregoriano.
Entonces, desde lejos, se escuchó el primer galope.
Un caballo.
Luego dos.
Veinte. Treinta.
Las piedras parecían temblar. No de miedo, sino de memoria.
Desde las veredas del Cerro del Fortín que descienden del Auditorio Guelaguetza, emergió la partida.
No era caballería enemiga.
Eran soldados sin guerra.
Rostros curtidos, jubones manchados, lanzas que parecían bastones.
Espadas envainadas. Ojos abiertos.
Los caballos caminaban con brío, pero sin furia.
Venían por Alonso.
Los gritos entre ellos no eran órdenes. Eran carcajadas.
El castellano rodaba por la piedra como sal en el tequila.
Uno de los jinetes se detuvo frente al capitán.
No preguntó nada.
Sólo alzó la mano enguantada.
Alonso lo miró. Bajó de la grada. Tomó su espada. Se montó sin dificultad.
Antes de marcharse, con su chulería de conquistador volteó hacia el cerro, no sin antes guiñarle el ojo derecho a Benito Juárez.
“En Castilla, bailamos fandangos.
Aquí, bailan la historia.”
Pausó. Luego murmuró para nadie:
“Y yo, que vine con fuego…
me voy con ceniza dulce.”
La caballería partió por la carretera del Fortín. Descendieron por Tinoco y Palacios. Giraron por Morelos
Atravesaron la Plaza de la Danza.
No fueron saludados.
No fueron detenidos.
Ajustaron sus monturas.
El Capitán Alonso de la Vega espoleó la bestia.
Las campanas no repicaron.
Las palomas no huyeron.
Y el viento —ese que desde hace siglos cuenta lo que nadie narra— guardó silencio.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx