Ocurrió en Oaxaca, como suelen ocurrir las cosas que sacuden a México desde sus cimientos. No en las cúpulas ni en los salones alfombrados donde el poder se sirve tibio entre funcionarios que no sudan, sino en los caminos polvorientos, en los pueblos donde la justicia no se estudia, se espera, se canta, se teje, se exige con los dientes apretados.
Por primera vez, el pueblo eligió a sus jueces. Ministros, magistradas, operadores del engranaje judicial, esos que durante décadas parecían de mármol e intocables, ahora puestos a votación como si fueran alcaldes o panaderos. Una herejía para los de siempre, un acto de justicia para los de abajo.
El gobernador Salomón Jara no lo dijo con retórica vacía ni con pose de estadista prefabricado. Lo dijo como quien conoce el terreno, como quien ha dormido en el petate del rancho y no en la suite del congreso. “Es un hecho histórico”, soltó sin rodeos. Y añadió que Oaxaca fue uno de los estados con mayor participación, a pesar de no haber elecciones locales ni federales que arrastraran votos como rebaño en día de mercado.
Y tenía razón. La mitad de las casillas apenas fue instalada. Algunas comunidades ni siquiera pudieron votar porque tienen pleitos añejos con su cabecera municipal. Y, aun así, votaron miles. No por la novedad del proceso, sino por la memoria de injusticias acumuladas. Porque cuando a un pueblo le dicen que puede ponerle nombre y rostro a la justicia, no lo piensa dos veces, sale con sombrero o rebozo, con huaraches o huipil, pero sale.
El consejero jurídico, Geovany Vásquez, lo explicó con detalle. Esto es apenas el comienzo. En 2028, todas las autoridades judiciales serán elegidas por el pueblo. Ciento ochenta jueces locales. Cero partidos. Cero padrinos. Puro pueblo, como debe ser cuando se quiere que el derecho no sea sólo una palabra muerta en latín.
Pero, claro, el poder tiembla. Y no es metáfora. Las voces de siempre —esos opinadores de aire acondicionado que jamás pisaron una agencia municipal— ya descalifican la reforma. Que si la participación fue baja. Que si hubo confusión. Que si el pueblo no está preparado. ¡Qué novedad! Siempre repiten el mismo guion. Subestimar al que madruga y cosecha. Al que no estudió derecho en Harvard, pero sabe distinguir el abuso del deber.
Oaxaca les respondió con un gesto que no se aprende en la UNAM ni en Yale, con dignidad. La misma con la que sus pueblos han defendido su lengua, su tierra y su muerte. Porque aquí, la justicia no es toga, es machete. No como amenaza, sino como herramienta. No para cortar cabezas, sino para limpiar el monte donde otros sólo ven selva.
El gobernador fue claro, esta fue una experiencia agria en términos logísticos, pero un dulce comienzo para algo más grande. Porque el día que el pueblo vota por sus jueces, el sistema deja de ser vertical. Ya no hay arriba ni abajo, hay frente a frente. Y eso, en un país donde la ley siempre se inclinó por el lado del billete, es una revolución silenciosa.
Quizá a muchos les parezca exagerado. Pero exagerado es que durante décadas el juez haya sido el abogado del patrón. Exagerado es que la justicia llegue más rápido a los que más tienen. Exagerado es que aún haya quienes crean que el pueblo sólo sirve para votar por otros, pero nunca por sí mismo.
Ahora falta que el sistema aguante. Que no se regrese. Que la toga, por fin, tenga el barro de los caminos oaxaqueños en sus bordes. Que un día —no lejano— la justicia se nombre con la misma palabra que usan los abuelos mixtecos cuando alguien hace lo correcto sin que nadie se lo pida.
Ese día, México dejará de parecerse a una república fallida y empezará a parecerse a Oaxaca.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx
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