Encuentro con la vida primigenia en el Boquerón de Tonalá

 

 

El día comenzó como empiezan las jornadas que terminan marcadas por la memoria, con el polvo de los caminos viejos pegado a los tenis y el sol subiendo con solemnidad sobre la Mixteca Alta.

El reportero no viajó solo. Lo acompañaban estudiantes oaxaqueños y oaxaqueñas de periodismo —jóvenes de ojos alertas, cargados de libretas vírgenes y cámaras ansiosas—, y un viejo maestro de la imagen, fotógrafo de los de antes, empírico, de agüita y cubeta, de los que aún cargan la lente como si fuera un arma y el encuadre como si fuera un manifiesto.

Cansados de la rutina, habían llegado hasta Santo Domingo Tonalá en busca de otra forma de aprender, lejos del aula, de la teoría, del ruido de las ciudades. El Boquerón los esperaba, como espera el jaguar en la penumbra, sin prisas, con la paciencia de los siglos.

Casi cuatro mil hectáreas de tierra viva, salvaje, protegida. Un santuario donde reinan en secreto el puma y el ocelote, el tigrillo sigiloso, las guacamayas incendiando el cielo con su aleteo, los venados de ojos mansos, los mirlos que cantan como si contaran historias de los días anteriores al hombre. Un milagro, en tiempos donde ya no quedan muchos.

El grupo descendió por veredas abiertas entre el encino y la selva baja caducifolia. Bajo sus pies, la tierra roja hablaba del fuego antiguo, de los levantamientos tectónicos que, millones de años atrás, alzaron el Cerro de la Culebra, los lomeríos Puerta de la Iglesia, Yucununí, y con ellos la espina dorsal de un territorio sagrado. El maestro fotógrafo tomaba silenciosas instantáneas, un escorpión reptando bajo una piedra; la silueta de un halcón peregrino trazando parábolas en el firmamento.

Los alumnos, enmudecidos, tomaban apuntes de todo, la textura del musgo en las rocas, los reflejos del sol sobre el agua que baja por el Cañón del Boquerón, las huellas frescas de un venado, los ecos de un mirlo solitario. Allí no había discursos ni foros; había presencia, observación, silencio y amplias sonrisas.

Un guía les habló, sin decir su nombre, con voz de quien conoce el terreno desde las raíces. Les explicó que aquí, en este refugio de biodiversidad, la ciencia y el respeto ancestral caminan juntos. Les habló de los monitoreos biológicos, de las cámaras trampa colocadas por comités comunitarios —ojos invisibles que han capturado en imágenes la danza nocturna de los felinos, las rutas de los armadillos, el paso fantasmal del gato montés—.

Mientras la tarde caía, y el sol bañaba de oro los lomeríos, alguien —quizá el más joven del grupo— preguntó por los extranjeros. Sí, dijo el guía. Aquí han llegado investigadores de todo el mundo, franceses, japoneses, alemanes. Aquí han venido botánicos, geólogos, ornitólogos. Algunos llegaron y se quedaron, absorbidos por el misterio; otros partieron dejando datos, hipótesis, registros. Todos se llevaron algo, una lección de humildad.

En el fondo, el Boquerón no se deja conocer del todo. Se deja intuir.

Por eso, el gobierno federal lo decretó como Área Natural Protegida. Porque algo en su naturaleza impone respeto. Porque alberga especies en riesgo —ocotillos, biznagas, palo verde— y porque es, además, un reservorio de agua que da vida a los pueblos cercanos. No se trata solo de cuidar árboles o animales. Se trata de custodiar un equilibrio que apenas entendemos, de honrar una geografía que guarda el pulso del planeta.

Cuando cayó la noche, los estudiantes estaban cambiados. Algo en sus ojos se había vuelto más hondo, más cierto. Uno de ellos escribió en su libreta, “Hoy aprendí que la naturaleza no se fotografía ni se narra, se escucha”. Tenía futuro.

El reportero los observó. Y por un instante, bajo la inmensidad estrellada del Boquerón de Tonalá, entendió que eso —precisamente eso— era el periodismo. No decir, sino atestiguar. No opinar, sino mirar de frente. Y regresar en silencio con una historia digna de contarse.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx