Una tarde cualquiera, con el sol cayendo despacio sobre los tejados rojos de Ocotlán de Morelos, Antonio Hernández, viejo campesino con el alma hecha grietas, destapó la última botella de mezcal que quedaba en su alacena.
No era una borrachera más. No había música, solo el chisporroteo de la barbacoa de chivo que preparaba para su primo, de regreso de California tras quince años de ausencia.
En ese encuentro sencillo, entre tortillas al comal y el aroma de la penca quemada, brotó una conversación como surco abierto con coa, profunda, densa, difícil de cerrar.
Antonio, ya muerto —aunque pienso que muchos ya lo olvidaron— hablaba entonces como si supiera cosas que no debía saber. Y las sabía. Había escuchado, preguntado, digerido ideas ajenas hasta hacerlas suyas.
Se adueñó de los saberes del doctor de chaqueta limpia y mirada técnica, pero los convirtió en relato, en grito de surco abandonado, en llanto de milpa huérfana.
“¿Ves esos cerros?”, dijo, señalando al horizonte con la jícara en la mano. “Ya no cantan. Antes, cuando yo era niño, la tierra hablaba. Ahora… solo queda el eco de lo que fuimos.”
No usó palabras rebuscadas. No hizo falta. Bastó su memoria para retratar el éxodo, los hombres que migraron dejando parcelas al olvido, los burros sin carga, los arados oxidados bajo el tejabán. Habló de cómo antes se sembraba con bastón o coa, al ritmo de los pies descalzos, en silencio, con respeto.
“No removíamos todo —decía— porque sabíamos que no hay que herir la tierra para que dé fruto. Solo acariciarla, como se acaricia a una mujer amada”.
Fue entonces cuando soltó su idea más radical, mientras cortaba la carne con su viejo cuchillo sin filo, rescatar la forma ancestral de cultivar. Volver a sembrar sin destruir. Sin rastreos violentos, sin surcados profundos. Como lo hacían los abuelos, con instrumentos primitivos pero con conciencia moderna. Con ciencia campesina, sin laboratorio.
A su manera, propuso un pacto, que los nuevos ricos de la gastronomía —esos chefs con nombres raros que traen pleito casado con las cocineras tradicionales y menús de 10 mil pesos el cubierto— pongan los ojos en la tierra que los alimenta.
“Que sean mecenas, no estrellas. Que ayuden a producir frijol, maíz, calabaza, no para sus platos de autor, sino para que el campesino coma. Y si quieren orgánico, que paguen lo justo”, dijo con una lucidez afilada por los años y por la vida dura.
No era un discurso político, ni un ensayo académico. Era la confesión de un hombre que había entendido, tarde, pero con fuerza, que la técnica sin alma es desierta. Que los herbicidas ayudan, sí, pero que el alma del campo se seca si solo se piensa en rendimiento. Que no todo lo nuevo es progreso si olvida la raíz.
Antonio murió semanas después de aquella tarde. El primo volvió al norte. El chivo se acabó. Pero sus palabras quedaron flotando en las calles polvorientas de Ocotlán como si fueran semilla en el aire. Algunos jóvenes lo recuerdan y han comenzado a hablar de “labranza de conservación”, sin saber que ya lo hacía su abuelo. Otros más sueñan con fundar cooperativas donde no se fabrique nostalgia, sino futuro.
Hoy, donde los surcos lloran porque no sienten ya el paso del campesino, tal vez renazca una esperanza. No con grandes tractores, sino con el sonido sordo de la coa hincándose otra vez en la tierra.
Porque como decía Antonio, mientras le daba otro trago a su jícara:
“Si la tierra se muere, nosotros también. Pero si la cuidamos… ella nos da vida, aunque estemos muertos”.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx