Sendero invisible entre vapores de ozono y polvo

 

 

El Atoyac ya no corre. Se arrastra.
Apenas murmura, como un viejo que ha perdido el habla, pero aún conserva la rabia.

En sus orillas, los sauces crecen torcidos y enfermos. No dan sombra, sólo lástima. La costra gris del agua estancada huele a químicos, a llantas quemadas, a las brasas mal apagadas de un basurero clandestino. Ahora ya lo están limpiando.

El reportero camina por este río maltrecho acompañado de dos guías sin nombre, un ambientalista y una ecologista. Él carga una libreta; ellos, una rabia silenciosa. Van descendiendo por un camino de tierra cuarteada, esquivando bolsas de plástico como si fueran trampas, sorteando perros con sarna, niños que juegan entre los humos, madres que los observan con resignación mientras la mañana se tiñe de ceniza.

Han pasado casi diez años desde que alguien advirtió que el aire de Oaxaca no era tan limpio como decían los reportes oficiales. Que “satisfactorio” no era sinónimo de “saludable”. Que el ozono, el monóxido de carbono y el bióxido de nitrógeno no eran entes invisibles, sino espectros que se colaban por la nariz, se asentaban en los pulmones y se convertían en asma, conjuntivitis, fatiga crónica.

Hoy, esos fantasmas se han hecho carne.

“Escucha”, dice la ecologista, mientras señala una nube parduzca que repta por el cielo. “Esa es la ciudad al amanecer. Ya no amanece clara. Amanece con resaca”.

La capital oaxaqueña, una vez reverenciada por su cielo limpio, ha sucumbido a su propio tráfico, más de 300 mil automóviles registrados, de los cuales más de un tercio circulan con tecnologías obsoletas, con motores descompuestos, sin filtros, sin ética. No hay verificación que valga cuando la corrupción la convierte en impuesto disfrazado.

Los motores viejos suenan como catarros metálicos, lanzando al aire lo que ningún pulmón debería respirar. “Cada carcacha de los noventa contamina diez veces más que un auto nuevo”, recuerda el ambientalista con una voz que parece arrastrar décadas de lucha sin eco.

Entre la maleza del río, sobresale una llanta llena de lodo. Unas chanclas flotan junto a un tubo de PVC y una botella de aceite. El Atoyac es ahora una galería involuntaria de la desidia. El reportero toma una fotografía. No será portada. Ya no es noticia. El horror cotidiano no vende.

Pero en este paseo hay urgencia. Hay enojo. La ciudad se envenena cada día con sus propios hábitos, la quema de basura en los patios traseros, las fogatas nocturnas para calentar comida o espantar el frío, las obras de construcción que levantan polvo sin control ni sanción.

En las colonias periféricas, es común ver a mujeres que cocinan con leña, no por tradición, sino por necesidad. La pobreza también contamina. Y esa es una de las verdades más incómodas de esta catástrofe, que la polución es, también, un reflejo de la desigualdad.

“El Estado tiene que intervenir”, suelta la ecologista. “No puede seguir delegando todo a la conciencia ciudadana cuando no hay condiciones dignas para vivir sin contaminar”.

Y tiene razón. ¿Cómo exigirle a un padre que deje de usar su coche viejo si no hay transporte público eficiente? ¿Cómo multar a una mujer que quema su basura si el camión de recolección pasa una vez a la semana —si pasa?

La capital y sus municipios conurbados, en su ceguera tecnocrática, aún se debaten entre copiar modelos fracasados como el “Hoy No Circula”, sin entender que aquí la movilidad es un lujo, no un derecho. Que aquí no se circula, se sobrevive.

El río Atoyac, alguna vez espejo del cielo y alma de los valles centrales, se ha convertido en símbolo de la derrota ambiental de una ciudad que creció sin planeación, sin justicia ecológica, sin visión a futuro.

“No se trata sólo de un río. Se trata de todo lo que nos permitimos perder”, murmura el ambientalista al final del recorrido, observando un graffiti oxidado que dice: “Oaxaca no se vende, se defiende”.

Pero pocos, casi nadie defiende al Atoyac.

Nadie defiende el aire espeso que huele a muerte lenta.

Nadie defiende a los niños que ya nacen con bronquitis.

El reportero cierra su libreta. Tiene tierra en los zapatos y una tos seca que no lo abandona desde el amanecer. Claro, el tabaco también tiene que ver. En sus notas hay cifras, quejas, frases dolidas. Pero más allá de los datos, hay una certeza demoledora, la ciudad todavía se ahoga, y el río no canta.

Ya ni puede llorar.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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