¡Un atole de trigo… por favor!

En la espesura de aromas del Mercado 20 de Noviembre el ruido no suena, respira. Es un murmullo vivo de cazuelas, comales, vapores, cuerpos que se mueven con la coreografía secreta de lo cotidiano en Oaxaca de Juárez.

El reportero llega temprano, casi de incógnito, como si el olor del café y del pan recién salido del horno pudieran delatarlo. Frente a él, en una mesa de lámina pulida por los años y los desayunos, lo espera Héctor Moreno, quien alguna vez fue extensionista del sector agropecuario en el gobierno federal y ahora se dedica, dice entre risas, “a contemplar los errores de las políticas públicas desde una mecedora de plástico”.

Pero habla en serio cuando se trata de trigo.

“Pídete un atole de trigo”, dice sin ceremonia, acompañado de su hermano. “Si vas a hablar de este cereal, tienes que empezar por beberlo. Aquí lo hacen como se hacía en casa de mi abuela, en Ciudad Ixtepec. Con amor y paciencia”.

La bebida es espesa, dorada, tibia como una palabra de consuelo. Acompañada de pan de yema, queso fresco, nanches en almíbar y un trozo de tasajo que humea como si acabara de nacer del fuego. El reportero prueba. Y luego, simplemente escucha.

Héctor no cita fuentes, pero parece llevarlas tatuadas en la memoria. Durante su paso por la Sagarpa —hace más de una década— conoció los vericuetos del cereal más noble, menos celebrado y sin embargo, esencial.

“El trigo es el pan y el atole. La torta y la pasta. El desayuno y la nostalgia”, dice, mientras señala a una vendedora que en ese instante amasa con fuerza una mezcla blanca, brillante, que más tarde será pan.

“En Oaxaca se siembran unas catorce mil hectáreas de trigo. Pero es poquito, muy poquito”, murmura con pesar. “El problema no es sólo la cantidad. Es que el Istmo tiene un potencial inmenso. Te hablo de rendimientos de hasta 6 toneladas por hectárea si hubiera riego, y 3.5 con puro temporal. Pero seguimos dependiendo de la harina que viene de fuera. ¿Y si un día deja de llegar?”.

Lo dice en voz baja, como si el temor de que eso ocurra pudiera convocarlo.

Recuerda, como quien cuenta una leyenda, que hay variedades nuevas de trigo que no necesitan agroquímicos, que se adaptan al suelo, que toleran enfermedades. Pero no se usan. No se conocen. No llegan al campo. Y el campo, cansado, sigue sembrando lo mismo, con las manos de siempre, pero con menos agua y más sol encima.

“Una vez llevé a unos productores a ver una parcela demostrativa en la Mixteca”, recuerda. “Uno de ellos —don Pánfilo, de Santiago Ayuquililla— probó una galleta hecha con ese trigo nuevo y dijo: ‘Esto es lo que quiero dejarles a mis nietos’. Me lo dijo con los ojos llorosos. Yo también casi lloro”.

El atole se enfría. El mercado hierve. Héctor continúa, más para sí que para el reportero: “México importa más de dos millones de toneladas de trigo al año. Somos dependientes, y ni cuenta nos damos. Todo lo que estamos comiendo aquí —la pasta, el pan, hasta la cerveza que nos tomamos el domingo— depende de un cereal que apenas sembramos”.

Y luego, sin que nadie se lo pregunte, como una epifanía que le llega con el aroma del comal, lanza la propuesta: “El Istmo debería convertirse en una zona productora fuerte. Con una red de semilleros, pequeños molinos comunitarios, panaderías locales. No como antes, sino mejor. Con ciencia, sí, pero también con cariño. Con soberanía”.

El reportero asiente. No sabe bien qué decir. Conoce poco de trigos. Hay algo en las palabras de Héctor que le recuerda a los libros viejos, a los cuentos que su abuela contaba mientras amasaba con el puño lleno de historia.

Cuando se levantan de la mesa, afuera ya el sol dora las losetas de cantera y el vapor del día se mezcla con la prisa del tráfico. “¿Y el cambio climático?”, pregunta el reportero como si no quisiera irse sin soltar esa piedra en el agua.

Héctor se detiene. Suspira. Mira al cielo como quien lo entiende.

“El clima ya cambió. No es futuro, es presente. Hay más calor, menos lluvias, más plagas. Lo que antes era normal hoy es un milagro. Pero el trigo resiste. Es un grano terco. Si lo cuidamos, si lo adaptamos, nos puede salvar”.

Y luego, con la mirada fija en la columna de humo que sale de una estufa lejana, añade: “Pero si seguimos esperándolo todo del exterior, el día que falte harina no va a dolernos en el estómago. Va a doler en el alma”.

Se despiden como viejos conocidos. El reportero toma nota mental de lo que no debe olvidar, que el trigo también es un modo de resistir. De sembrar futuro. De no perder la memoria entre importaciones y descuidos.
Y mientras camina por los pasillos del mercado, con el eco del desayuno todavía caliente en el cuerpo, piensa que tal vez escribir sea otra forma de sembrar.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx