
En un país donde lo indígena ha sido reducido a un epígrafe nostálgico en las campañas electorales, hay un sitio donde la memoria persiste, se articula y gobierna. No es un accidente ni una moda, es un punto de origen. Un tiempo circular que se respira en cada palabra hablada en la lengua madre, donde la justicia no se mide por la toga ni por la toga se impone, sino por el eco de la comunidad que no muere.
Oaxaca no comparece ante la historia, la construye. En este territorio de eternidades simultáneas, el poder no es un centro de control, sino una práctica milenaria sostenida en la colectividad, una silla, un petate. Se gobierna con el rostro descubierto y el corazón ofrecido. No como una metáfora cursi, sino como un principio político fundacional. Ahí, en la sierra que aún conversa con el jaguar dormido, lo que hoy llaman participación ciudadana es en realidad la prolongación natural de un modo de vida ancestral.
¿Se trató de elecciones? Sí. Pero reducirlo a eso sería una mutilación. Cuando las urnas se colocaron, en la mitad de los lugares posibles, la gente caminó distancias improbables para alcanzar una casilla. Y no por obediencia institucional, sino porque el voto, esa palabra de plástico tan manoseada por tecnócratas, en Oaxaca se vuelve algo más, se vuelve legado, se vuelve sangre que escribe con calma una historia colectiva.
Los que no pudieron llegar no se quedaron atrás. Fueron las grietas agrarias, los conflictos de linderos y la memoria de agravios los que impidieron algunos pasos, no la indiferencia. Allí donde no hubo boleta, hubo conciencia. Y eso también es política, aunque el mapa estadístico no lo registre.
Mientras desde las cúpulas nacionales se desprecia el ejercicio democrático por su “baja participación”, aquí se sostiene que la dignidad no necesita porcentajes. Que las lenguas originarias no sólo nombran al mundo, sino que lo definen. La ballena es la madre del mar, el huitlacoche es el maíz que la luna mordió. En esa poética de lo cotidiano hay más pedagogía política que en cien foros académicos. ¿Quién gobierna mejor? ¿El que aprendió a hablar desde una lógica de códigos normativos o el que aprendió a escuchar la montaña? Benito Juárez, por ejemplo, nació y creció a “montañazos”. Vayan a su sendero.
No se habla de un Estado que pide permiso a los pueblos originarios para fotografiar su folclore, sino de un Estado que comienza —apenas— a ser gobernado desde ellos. Cuando una joven productora de café regresa a su comunidad con más dinero del que nunca soñó ver junto, no es una nota de color; es una sacudida estructural. Significa que por fin el trabajo y el conocimiento local se encuentran con el reconocimiento. Significa que los cafetales son más que economía, son resistencia sembrada en la tierra húmeda, bajo la sombra de una ceiba.
Mientras los medios comerciales y los voceros de la oligarquía gritan fraude, aquí se enciende la conversación sobre justicia con acentos del istmo y de la mixteca. Se habla de jueces y ministros que no salieron del mármol, sino del lodo. No de la suciedad, sino del origen, ese barro que se moldea con manos de mujer y de hombre para decir “aquí no se manda, aquí se sirve”.
La diferencia es notoria, en otros lugares el poder se hereda por apellido; aquí, se gana por historia. No la historia escrita con letras de bronce, sino la que se canta en zapoteco, se murmura en triqui, se teje en mazateco. Una historia que no pide permiso ni pide perdón.
Oaxaca, otra vez, no se dejó explicar por los mapas, ni por las métricas. Se dejó sentir. Y ese sentir, en este país fragmentado, es la brújula que nos recuerda que aún hay tiempo para volver al origen. No para quedarnos en él, sino para construir desde allí.
Porque la eternidad no se vota, pero se vive. Y en Oaxaca, en zapoteco, eternidad se dice en dos palabras: día y noche. Y eso significa siempre.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx