La trinchera invisible del aula

EDITORIAL

 

Una vez más, como ha ocurrido durante décadas y en cada sexenio, se reunieron las partes, una mesa de negociación, papeles apilados con promesas, y esa tensión antigua que huele a gis molido, a resistencias encallecidas. Afuera, los días no dejan de ser los mismos, niños sin clase, madres en vilo, maestras marchando. Lo que se firmó en los salones del poder no se borra fácil en los muros desgastados del aula.

La historia, en apariencia, es simple, una propuesta definitiva, cifras descomunales, voluntad institucional. Pero lo real, lo que de verdad habita las entrañas del conflicto, no se mide con decimales ni boletines. Es el cansancio arrastrado por generaciones de docentes que han visto jubilarse a sus cuerpos antes que, a sus matrículas, que han sobrevivido al pizarrón y a la burocracia con el mismo temple que quienes cruzan un país entero para decir lo que hace décadas no quieren escucharles.

La vejez en el magisterio no es una línea de llegada, es una condena que comienza en los primeros años de servicio, con aulas sobrepobladas, sueldos que no alcanzan ni para los zapatos del hijo más pequeño y evaluaciones que, más que medir, castigan. Que ahora se plantee un horizonte donde el retiro llegue a los 55 o 53 años —según el género— suena a redención diferida, a promesa sembrada para que florezca en otra década, cuando ya muchos habrán colgado la bata sin reconocimiento ni aplausos.

El sistema jubilatorio, ese laberinto de trámites y reformas que dejó heridas abiertas desde 2007, es hoy una grieta que cruza a la mitad los sueños de miles. Cambiarlo no es sólo ajustar la edad o sumar ceros a un presupuesto, es devolver el sentido a una vida dedicada a sostener el país desde las palabras, los libros, las pizarras. Y es también mirar de frente la paradoja: un Estado que pide levantar la huelga por el derecho de los niños a aprender, pero que no se atreve a preguntarse cómo aprenden los hijos de las maestras que duermen en las aceras por exigir justicia.

En medio del ruido, se prometió también un aumento salarial. Un 9% retroactivo y un 10% a partir de septiembre. A simple vista, parecen cifras esperanzadoras. Pero cuando el salario ha estado históricamente por debajo del mínimo vital, el porcentaje apenas roza la dignidad perdida. Dignidad que no se negocia en mesas técnicas, sino que se reconstruye desde la confianza, desde un Estado que no castiga la disidencia con indiferencia.

Detrás de cada cifra hay una historia que no cabe en Excel, la profesora que camina cuatro horas para llegar a su escuela multigrado; el maestro que enseña álgebra con hojas recicladas porque no hay libros nuevos; los comités escolares que hacen rifas para pintar los salones porque los presupuestos jamás llegan. Son esas historias las que deberían estar sentadas en la mesa de negociación, con voz, con presencia, con rabia legítima.

Se habla también de desmontar la estructura que regula el ingreso y ascenso del magisterio, esa Unidad impuesta que ha generado más preguntas que soluciones. Que se proponga su desaparición progresiva, escuela por escuela, no es una victoria, sino una oportunidad, devolver a cada comunidad educativa el control de su destino, devolver al magisterio el respeto que perdió entre expedientes y códigos QR.

Pero ninguna reforma, ningún acuerdo, tendrá sentido si no se entiende que enseñar no es una función técnica, sino una forma de habitar el mundo. El aula no es una oficina; es un territorio sagrado donde germina la ciudadanía, la memoria y el futuro. Y cuando se le niega a quienes la sostienen condiciones mínimas de existencia, se traiciona algo más profundo que un contrato laboral, se traiciona el pacto con la nación.

Hoy se pide a los docentes que regresen al aula. Que concluyan el ciclo escolar. Que levanten la lucha. Pero nadie puede levantar la huelga de una vida, la huelga simbólica que impone la pobreza, la marginación y la constante sospecha hacia quienes educan. Esa huelga no se resuelve con un pliego, sino con verdad y compromiso. Con justicia más que con orden.

Las autoridades aseguran que no hay más capacidad fiscal. Pero tal vez lo que falta no es dinero, sino otra forma de entender la educación: no como gasto, sino como deuda histórica. No como política pública, sino como herencia común. Porque si hay una lucha que vale la pena, es la de quienes enseñan en silencio, sin reflectores, mientras el país se tambalea sobre sus hombros.

Y aunque los noticiarios seguirán hablando de acuerdos, de cifras millonarias, de mesas tripartitas, en los rincones donde la educación es todavía resistencia, una maestra seguirá explicando a sus alumnos lo que es una metáfora, usando la propia historia como ejemplo. Porque ella, desde siempre, ha sido la más nítida de todas.